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sábado, 15 de enero de 2011

Manifiesto del dolor

Las causas de un dolor, como las consecuencias en relación a un proceso penoso, son infinitas. Así, una vez establecida la situación de sufrimiento provocada, el espacio y el tiempo empiezan a perder formas. La noción consciente y objetiva se limita al disparador del mismo dolor; mientras que lo que deviene se desdibuja subjetivamente y la inconsciencia se pierde en un transcurrir irreflexivo.
Sustancialmente, una pena se transforma en agonía. 
En el asta posterior de la columna se encuentran los inhibidores del dolor. Cuando la existencia más que pesar tan literalmente como para deformar una espina vertebral, se vuelve tan etérea como el mismo aire, esa experiencia sensorial ya no nos redime: la penuria es la adversidad imbatible.
Dostoievski asegura que los hasta los pobres de espíritu logran la plenitud de la inteligencia tras haber dado con el dolor. Los aspectos cognitivos son los que en realidad disparan esa pena: ante el conocimiento, el abatimiento resulta desmoralizador. La primera respuesta liberadora pareciera ser derramar lágrimas, tras un llanto compulsivo una falsa tranquilidad queda establecida. Es ese tiempo que empezó a deformarse ante el primer síntoma doloroso y nada resulta real ni consciente. Y cuando el entorno se vuelve compasivo, esa conmiseración es repugnante. 
Ese abatimiento intangible, ese no poder establecer físicamente el principio de la congoja, es agónico. Pero no morimos, no es esa agonía frente a la muerte, es la que nos enfrenta a nosotros mismos. Y el reflejo es justamente lo irresistible, el mismo trastorno. El espejo abismal nietszcheano cobra sentido. La penuria, la congoja, acompañadas de una actitud estoica no resultan. El hundimiento emocional es necesario para cumplir con los requisitos de cualquier proceso doloroso que se precie. Caer en ese abismo, generalmente oscuro y húmedo, y acomodarse hasta encontrar la comodidad, nos permite la reflexión. Sólo desde ahí abajo apelamos a la memoria que, como el sufrimiento, es selectiva. Ese nivel subatómico y no necesariamente espiritual, sin ser revelador se presenta al menos, como un yugo que une las partes. Hete aquí la primera exquisita paradoja: el dolor como placer.
Así, esa columna deformada bajo el peso de la existencia se recupera con una barra de platino que la equilibra y el balance es efímero, en realidad, porque cuando entendimos que no había nada para cargar, el dolor se vuelve agudo e infinito en un tiempo finito aunque indeterminado.
Todo refiere a un proceso biológico donde el razonamiento consciente abatido deja lugar al desgaste emocional. Así es que vuelvo a acomodarme en el precipicio, estoy protegida en esa humedad y oscuridad y no gritaré por ayuda.